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Alexis Fernandez, sobre la novela Puerto Nuevo

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Luis Felipe Baca Arbulu

Por Luis Felipe Baca Arbulu

Trece capítulos integran la novela Puerto Nuevo de Ernesto J. Navarro. Un introito evidencia las cinco claves lúdicas para su comprensión: cinco nacimientos le han acontecido a Germán, su protagonista: su nacimiento en 1926 cuando «sale» de Isaura en la Casa grande de El Ralo; la segunda, cuando sus tres hermanos desaparecen en las aguas de Aguada Grande, cuando él, apenas alcanza los diez meses; la tercera, un reto al destino en un golpe de dados, les arrebata sus posesiones; la cuarta, en un libro de educación primaria y la quinta y última, que nos llevan al nombre que ostenta la presente novela y pretenden hilvanar el primer y último capítulo de esta sorprendente como desgarrada escritura.

 

En su epílogo, un lacerante poema dedicado a Lagunillas, tierra humedecida que desaparecerá en el Infierno fangoso del petróleo.  En su contratapa, una enjundiosa como intensa, declaración de amor, de Indira Carpio Olivo.

 

Los trece capítulos desde el primero (Las clinejas de la niña) hasta el último (De vuelta a Aguada Grande), describen un círculo cuyo principio y fin, es el infinito encuentro que sólo es posible albergar, en la llama encendida del amor, al amparo clandestino de la memoria que se hace recurrente en esta escritura del desparpajo y la desolación y cuyo soporte estructural sigue siendo el amor umbilical, gregario, familiar.

 

Una larga saga de novelas, ensayos, obras de arte, han abordado el eje nuclear de nuestra economía: el petróleo, la producción petrolera, las injerencias de las garras imperiales en el manejo y manipulación de esa producción, el condicionamiento ideológico para justificar el brutal ecocidio, la extrema expoliación, la primera huelga petrolera, la creación de sindicatos en afrenta a esa explotación, la complacencia de gobiernos lacayos ante la extorsión británica y gringa, las nacionalizaciones concebidas como «chucutas» por movimientos progresistas etc.

Por Luis Felipe Baca Arbulu

En esa ya larga lista en el área de la novela y otras expresiones artísticas, se nombran:

Lilia de Ramón Ayala, 1909.

Elvia de Daniel Rojas, 1912.

Tierra del sol amada de José Rafael Pocaterra, 1918.

La bella y la fiera de Rufino Blanco Fombona, 1931.

Cubagua de Enrique Bernardo Núñez,

Odisea de tierra firme de Mariano Picón Salas, 1931.

El señor Rasvel de Miguel Toro Ramírez, 1934.

Mancha de aceite de César Uribe Piedrahita, 1935.

Mene de Ramón Díaz Sánchez, 1936.

Remolino de Ramón Carrera Obando, 1940.

Sobre la misma tierra de Rómulo Gallegos, 1943.

Clamor campesino de Julián Padrón, 1944.

La casa de los Abila de José Rafael Pocaterra, 1946.

Guachimanes de Gabriel Bracho Montiel, 1954. (Doce aguafuertes para ilustrar la novela venezolana del petróleo)

Casandra de Ramón Díaz Sánchez, 1957).

Los Riberas de Mario Briceño Iragorry, 1957).

Campo Sur de Efrain Subero, 1960.

Talud derrumbado de Arturo Croce, 1961.

Oficina Nº1 de Miguel Otero Silva, 1961

Planteamiento ofrecido por Miguel Ángel Campos, en prólogo a La novela del petróleo de Gustavo Luis Carrera, 1972.

En estas cuatro décadas la temática del petróleo ha continuado siendo recurrente, es necesario para un compendio pertinente, recurrir a la bibliografía actualizada, como actual es esta novela que hoy nos ocupa: Puerto Nuevo de Ernesto J. Navarro, editada en primera edición en 2021, bajo el sello El Taller Blanco Ediciones, Bogotá.

Por Luis Felipe Baca Arbulu

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Un país soterrado bulle en la Venezuela de las primeras décadas de 1900. Los inicios del presente siglo se extienden hacia 1927, donde una familia instala sus escardillas y anhelos en las estribaciones de El Ralo, pequeña población montañosa del sur del estado Lara que comparte sus aspiraciones con otra pequeña aldea, El Reloj, «dos caseríos que se miraban de frente el uno al otro», (Pág.11) ondulando en la Sierra de Baragua, desplazándose a horcajadas en la actual línea divisoria de los dos estados colindantes.

 

¡Uno de esos clanes familiares lo conforman la pareja de Crisanto e Isaura, con sus seis hijos y otros tantos por nacer! Fundan La casa grande, edificación construida con adobes de barro y techo de «torta»: una mezcla de palos de cardón y paja coneja, oficio aprendido por el padre Crisanto de sus abuelos quienes a su vez lo habían aprendido de los indígenas. Rodeada por corrales de ganado vacuno y caprino y los potreros de caballos, mulas y burros. Un poco más allá, el conuco como despensa para consumo de la casa y venta.

 

Con una aguda economía verbal, Ernesto J. Navarro, en esta ópera prima, logra poetizar aquel espacio a fuerza de conjuros y encantos:

«La casa fue levantada en medio de dos cerros que la ocultaban del sol hasta que avanzaba la mañana, y que traían la noche a las cuatro de la tarde, cuando la sombra de los montículos cubría el pequeño valle» (pág.12).

Por Luis Felipe Baca Arbulu

Así cómo se poetiza el espacio, se mitifica y hace presencia el misterio, en la oralidad del abuelo que va ocupando una presencia ancestral mediante sus cuentos:

«Estos cerros eran más que una atalaya natural. El del este traía el sol, la luz, la vida… El del oeste representaba la tiniebla, era llamado El cerro de la muerte. Y es allí donde Papá Lionzo, «descubrió, casi al costo de su vida, que había un enorme círculo de piedras donde se reproducían serpientes venenosas de distintas especies. Al gran círculo rocoso iban a parir mapanares, cascabeles, corales y tragavenados. Vaca, caballo o chivo que se escapara del corral y subiera a ese cerro, no regresaba». (Pag.12).

 

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Papá Lionzo por María Lionza, la Diosa de las montañas de Sorte, bautizada por los conquistadores europeos como Virgen de la Victoria del Prado de Talavera, pero la «persistencia de la fe sin intermediarios la convirtió en María de la Onza, popularmente María Lionza. (Pág.22).

¡Brujo! ¡Hipnotizador! ¡Mago! Contó cómo había logrado escapar de las acechanzas de una de esas venenosas víboras. «Desde ese día, ni él ni ningún otro descendiente de su familia volvió a subir al cerro de la muerte». (Pág. 14).

Por Luis Felipe Baca Arbulu